Dr. Fernando Buen Abad Domínguez.- No porque esté exenta de contradicciones —ningún pueblo lo está— sino porque en su seno se ha gestado una dialéctica histórica donde la dignidad popular ha sabido sobreponerse a cada agresión imperialista con una obstinación creadora que sólo puede explicarse por la profundidad humanista de su proceso revolucionario. La Paz, entendida no como reposo sino como trabajo emancipador, ha sido allí una fuerza activa que brota de la memoria ancestral, de las luchas por la independencia, de la siembra bolivariana que resuena todavía como mandato ético. Paz de pueblo que no se arrodilla. Paz de pueblo que piensa. Paz de pueblo que resiste sin renunciar jamás a la esperanza transformadora. Y esa Paz, continuamente amenazada por quienes quisieran reducirla a mercancía o a colonia, es precisamente lo que convierte a Venezuela en una luz imprescindible en la geopolítica contemporánea, una Paz indoblegable, creativa, insurgente, que se expresa en los colores vivos del humanismo bolivariano.
Todos los colores de la Paz bolivariana iluminan al humanismo revolucionario porque en ellos se entrelazan los símbolos de una sociedad que aprendió a convertir la diversidad en potencia política. El rojo de su historia insurgente, el amarillo de sus soles comunitarios, el azul profundo de su horizonte marítimo que une pueblos en la misma lucha contra el dominio, y el verde de sus territorios originarios que recuerdan que la Paz es también un pacto con la Tierra, todos ellos conforman una paleta viva que hace visible la densidad moral de una nación que ha decidido no entregar su destino a los dictámenes del capitalismo en su fase imperial y macabra. La semiosis bolivariana no es una estética de museo; es una estética de vida y combate, de organización y ternura, donde cada color es una memoria colectiva y cada símbolo una declaración de autonomía.
En Venezuela, la Paz revolucionaria nunca ha sido sinónimo de quietud. Es una Paz que se construye en la calle, en la escuela, en la comuna; una Paz que se defiende de agresiones económicas, mediáticas y diplomáticas que buscan fracturar la unidad del pueblo para imponer el viejo guion extractivista. Pero allí donde otros quisieran ver caos, hay en realidad un laboratorio ético de enorme vitalidad. Venezuela aprendió a navegar la tormenta sin renunciar a la dignidad y sin traicionar sus conquistas sociales. Esa capacidad de conjugar firmeza humanista, con creatividad cotidiana, constituye uno de los mayores aportes del proceso bolivariano a la historia universal de la Paz.
Quien observa superficialmente podría confundir esta Paz activa con simple resistencia. Pero la resistencia venezolana es mucho más, es una pedagogía política que enseña a los pueblos del mundo que la Paz verdadera no se decreta, sino que se construye desde abajo con conciencia crítica y solidaridad concreta. Allí, donde el imperialismo ha lanzado sanciones criminales, campañas de desestabilización, golpes, barbarie y guerras mediáticas, la revolución venezolana ha respondido con un humanismo que desborda el marco de la defensa nacional y se proyecta como referencia global de dignidad. La semiótica de esta Paz no está hecha sólo de discursos, está hecha de gestos cotidianos de organización comunal, de redistribución solidaria, de militancia cultural, de alfabetización política y simbólica.
Los colores de la Paz bolivariana también alumbran una sensibilidad profundamente latinoamericana. En Venezuela se expresa una síntesis continental donde confluyen los sueños de Bolívar, Martí, Hidalgo, Morelos y Chávez en una misma corriente ética que afirma que la emancipación debe ser integral o no será. Esa sensibilidad está en las músicas populares, en los murales callejeros, en la palabra comunitaria que sabe convertir la adversidad en conciencia. Comuna o nada. Está en la identidad mestiza que no se avergüenza de sus raíces sino que las celebra como fundamento de su proyecto político socialista. Está en los símbolos que la oligarquía quiso destruir y que el pueblo resignificó como armas de fraternidad.
La Paz venezolana es, por eso, una Paz en pie de lucha que se enfrenta a los dispositivos simbólicos del capitalismo global y sus métodos de desfiguración mediática. La guerra contra Venezuela ha sido, en gran parte, una guerra semiótica, se ha querido reducir al pueblo a una caricatura, borrar su complejidad, manipular su imagen hasta convertirla en pretexto para la intervención. Y, sin embargo, allí donde los laboratorios de propaganda imperial intentaron imponer una narrativa de caos, la creatividad bolivariana respondió con la construcción de nuevos códigos comunitarios, nuevas formas de representación de sí misma, nuevas articulaciones de identidad democrática que fortalecen al país precisamente en el campo donde pretendían debilitarlo. La Paz bolivariana se defiende en el terreno simbólico con la misma fuerza que en el terreno material.
Venezuela ha sido siempre un crisol de Paz porque su pueblo ha sabido convertir las tensiones históricas en oportunidades de solidaridad. La virtud de su proceso es que la Paz no es un adorno discursivo sino una práctica que atraviesa la vida cotidiana, desde la democracia participativa hasta la organización comunal; desde la soberanía energética hasta la cultura popular; desde la defensa de la autodeterminación hasta la pedagogía política que abraza a las nuevas generaciones. La revolución bolivariana entiende que la Paz sólo puede sostenerse si existe justicia social, y que sólo hay justicia social cuando el pueblo se reconoce a sí mismo como sujeto creador de su destino.
Por todo ello, los colores de la Paz bolivariana son hoy faro y advertencia, faro para los pueblos que luchan por emanciparse de las cadenas coloniales y advertencia para quienes insisten en someterlos. Ese crisol de Paz que es Venezuela demuestra que la dignidad no es una abstracción sino una fuerza histórica capaz de irradiarse más allá de sus fronteras. Su humanismo revolucionario, nutrido de diversidad, memoria, lucha y ternura, se ha convertido en una de las reservas éticas más importantes de nuestro continente. Y en cada uno de sus colores late la certeza de que la Paz verdadera —la que no se vende, la que no se rinde, la que no se negocia— sigue viva y seguirá creciendo allí donde un pueblo decida defender su historia con la fuerza de su conciencia. Con nosotros, todos y todas, a su lado.
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